El martirio de Romero
Publicado: 06.02.2015
El
Vaticano reconoció oficialmente esta semana el martirio de monseñor
Óscar Romero, arzobispo de San Salvador entre febrero de 1977 y el 24 de
marzo de 1980, día en que un francotirador le disparó mientras oficiaba
una misa. Fue un crimen político que por décadas se mantuvo sin
culpables. En esta columna, Carlos Dada –el periodista salvadoreño que entrevistó a uno de sus asesinos–
señala que “más allá del aspecto religioso, el reconocimiento del
martirio de Romero es una reparación histórica: el establecimiento
inequívoco de que, en su defensa de los pobres y los indefensos, y en su
denuncia de las graves violaciones a los derechos humanos, monseñor
Romero actuó inspirado en la doctrina social de la Iglesia y no en el
marxismo, como pretendieron establecer sus enemigos para justificar el
odio que los llevó a asesinarlo o a justificar el crimen”.
Colgadas en la pared
de mi escritorio hay copias de dos de las varias amenazas de muerte que
recibió monseñor Óscar Romero durante sus tres años de arzobispado. Una,
firmada por la “Unión Guerrera Blanca” y dirigida a “Mentado Arzobispo
Romero”, lo condena a muerte “igual que hemos matado a tanto cura
comunista”. La otra, firmada por La Falange, es de mayo de 1979 y tiene
una enorme suástica, “símbolo del enemigo acérrimo del comunismo” y un
texto en el que le advierten al arzobispo de San Salvador que “está a la
cabeza de un grupo de clérigos que en cualquier momento recibirán unos
30 proyectiles en la cara y en el pecho”.
Desde Rutilio Grande, en 1977, hasta los sacerdotes jesuitas en 1989,
más de veinte religiosos católicos fueron asesinados en El Salvador por
cuerpos de seguridad o fuerzas paramilitares (escuadrones de la
muerte); otros fueron expulsados del país; otros más detenidos y
torturados. Aquella parte de la iglesia católica salvadoreña dispuesta a
asumir las conclusiones del Concilio Vaticano II y de las conferencias
de Medellín y Puebla se convirtió en la enemiga de todos aquellos que
querían mantener un sistema de privilegios para unos pocos y sufrimiento
e injusticia para la mayoría.
Debido a que los asesinos de Romero eran gente de extrema derecha, y
sobre todo a que uno de ellos, el mayor Roberto D’Aubuisson, se
convirtió después en político, fundador y líder histórico de Arena y en
presidente de la Asamblea Legislativa, el crimen quedó en la impunidad y
la figura de Romero fue minimizada durante las dos décadas en las que
ese partido gobernó El Salvador. En el resto del mundo, en cambio, la
figura de Romero solo ha ido creciendo.
Copias
de dos amenazas de muerte que recibió monseñor Romero durante sus tres
años de arzobispado. Una, firmada por la “Unión Guerrera Blanca” y la
otra, por La Falange.
Ahora, la barbarie del crimen es tan evidente que hasta el presidente
de Arena ha reconocido la figura de monseñor Romero como líder
espiritual del país y su candidato a alcalde ha incluido entre sus
promesas de campaña erigir una plaza en homenaje al arzobispo. Aún
parecen lejos de asumir también la responsabilidad de su líder histórico
en el crimen (y en muchos otros), pero el reconocimiento de la figura
de Romero es un gran síntoma, que va de la mano con el reconocimiento
oficial de su martirio hecho por el Papa Francisco.
Sé que es, o debería de ser, un día de celebración para todos los
miembros de la comunidad católica salvadoreña. No voy a hablar hoy de
aquellos católicos que no celebran. Pero hablar de su beatificación o su
canonización, desde una perspectiva puramente católica, me parece hoy
muy poco. El martirio de Romero debe ser una fiesta ecuménica, en la que
participen católicos, evangélicos, judíos, musulmanes, agnósticos y
ateos (conozco a un par de personas que no creen en Dios pero sí creen
en monseñor Romero y le rezan. Por más incongruente que parezca no es
anormal. En México hay más devotos de la virgen de Guadalupe que
católicos.)
Y es una fiesta de todos porque, más allá del aspecto religioso, el
reconocimiento del martirio de Romero es una reparación histórica: el
establecimiento inequívoco de que, en su defensa de los pobres y los
indefensos, y en su denuncia de las graves violaciones a los derechos
humanos, monseñor Romero actuó inspirado en la doctrina social de la
Iglesia y no en el marxismo, como pretendieron establecer sus enemigos
para justificar el odio que los llevó a asesinarlo o a justificar el
crimen. Romero se mantuvo apegado a los principios más elementales del
cristianismo y del humanismo. Mediante su defensa de los más
desprotegidos, mediante su sacrificio por los más pobres, actuó a
semejanza del fundador de su iglesia.
Eso lo convirtió en una amenaza para todos aquellos que pretendían
mantener sus privilegios a costa de la eliminación sistemática de
cualquiera que los pusiera en riesgo. “Si me matan -dijo- resucitaré en
el pueblo salvadoreño”.
Entre sus enemigos estaban no solo la ultraderechista y los jefes
militares de aquellos años. Hay también otro grupo, mucho más oscuro y
del que poco se habla: uno compuesto por varios obispos y sacerdotes
que, en una alta traición a los principios cristianos y humanos más
elementales, bendijeron literalmente la represión, conspiraron contra
Romero y llevaron la conspiración hasta Roma, y callaron ante el
asesinato de sus propios hermanos. Abandonaron a su arzobispo.
La historia suele ser lenta para colocarlo todo en su lugar. Pero
siempre termina haciéndolo. Hoy monseñor Romero es objeto de
reconocimiento universal mientras los entonces todopoderosos coroneles
Guillermo García, Eugenio Vides Casanova y Nicolás Carranza -quienes
protegieron a D’Aubuisson y lo liberaron cuando fue capturado en la
finca San Luis con el plan del operativo para asesinar a monseñor- han
enfrentado juicios en Estados Unidos y fueron encontrados culpables de
delitos de lesa humanidad. Veinte oficiales, entre ellos casi toda la
cúpula de la generación militar conocida como La Tandona, esperan juicio
hoy en Madrid por el asesinato de otros sacerdotes, los seis jesuitas
masacrados por el Batallón Atlacatl en 1989; y debido a una orden de
captura internacional no pueden abandonar El Salvador, el único país en
el que están (vaya paradoja) seguros.
En el 2010, el expresidente de Estados Unidos Jimmy Carter revisó el
diario de sus años en la Casa Blanca e hizo una anotación, treinta años
después, que considero pertinente citar completa: “Cuando llegué a la
presidencia, la mayor parte de los regímenes en América del Sur y
Centroamérica eran dictaduras militares. Históricamente, los presidentes
estadounidenses, tanto Demócratas como Republicanos, apoyaron a los
dictadores y se opusieron enérgicamente -a veces con la ayuda de tropas
estadounidenses- a cualquier levantamiento popular indígena o de
minorías que amenazara el statu quo. Las razones para esto eran obvias.
Muchos de estos líderes habían sido entrenados en West Point o
Annapolis, hablaban inglés, familiarizados con nuestro sistema de libre
empresa y dispuestos a formar sociedades lucrativas con corporaciones
estadounidenses que tenían interés en los recursos naturales de esos
países. Estos incluían bananas, piñas, bauxita, hierro, estaño, maderas
exóticas. Era políticamente conveniente tildar, a los indígenas o a
otros grupos, de comunistas o simplemente revolucionarios. Los
sacerdotes católicos que apoyaban a los ciudadanos pobres y subyugados
eran condenados por El Vaticano como practicantes de la teología de la
liberación…”
La historia tarda, pero alcanza.
Hoy contamos con suficientes pruebas testimoniales y documentales
contra D’Aubuisson, incluyendo las confesiones de su jefe de seguridad,
de su chofer y un testigo accidental.
Pero no fue D’Aubuisson el único responsable del crimen. Escondidos a
su sombra permanecieron siempre los otros dos organizadores del
asesinato: el Capitán Eduardo Ávila Ávila, quien se suicidó años después
atormentado por sus incontables crímenes; y Mario Molina, un piloto
civil que sigue vivo, hijo del expresidente Arturo Armando Molina.
Escondidos también están quienes financiaron esta y otras operaciones
de los llamados escuadrones de la muerte: empresarios millonarios,
poderosos, impunes. Que se aprovecharon de su dinero, su poder y su
impunidad para disponer de la vida de muchos otros seres humanos.
Ninguno ha pagado por sus crímenes.
Pero siempre llega el juicio de la historia. Por eso es tan importante la declaración del Papa Francisco.
En mayo de 1977, Romero encabezó la misa de exequias para el
sacerdote Alfonso Navarro, asesinado pocos días antes por un escuadrón
de la muerte autodenominado Unión Guerrera Blanca (autor de una de las
amenazas contra monseñor que cuelgan en mi pared). Se cumplían además
dos meses del asesinato de su amigo personal, el sacerdote Rutilio
Grande. Allí Romero dijo: “Si a la Iglesia no se le puede creer, si a
los sacerdotes se les está confundiendo con guerrilleros; si a nuestra
misión evangélica se le está confundiendo con marxismo y comunismo, eso
no es justo, hermanos. Pero si la calumnia llega a cundir, decimos
entonces a las otras fuerzas morales que quedan en el mundo: ¿y ustedes
qué hacen?”. Su propia Iglesia tardó treinta y cinco años en
responderle. Lo ha hecho hoy Francisco.
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